Un
pájaro se adentra en la ceguera. Por el hueco que cavaste durante el
invierno, cuando aún la tierra temblaba ligera. Comienza a desplegar
irresoluto sus pétalos y un sádico cordón de palabras subjuntivas
se despeña metódico por la punta de tu lengua. Te consumes. Como la
estría sangrante que articula el cielo y la tierra. Se abre la boca
del horizonte sobre el nivel del mar. Rugen las olas. Olas blancas,
olas grises. Rugen hasta romper desmedidas, ingentes en la orilla.
Tras ellas, un golpe seco, casi sordo, y tú arrojando semillas al
viento entre tanta oquedad. La noche drena la atmósfera hasta
desecarla y te proclama rey y homicida. El pájaro está anclado
dentro del rugoso hueco. Sé que puedes oír su lamento azafranado.
Eres el dueño de su destino. Son horas fúnebres. Noche intemperie.
Tiempo muerto en el que sintetizar el dolor hasta hacer que tu cuerpo
crepite estridente. Mira tus manos. ¿Aún están limpias? Sabes que
una palabra tuya bastará para sanarlo. Pero las palabras son cerezas
y balas. Ten cautela. Habitasteis juntos durante el frío y ahora,
que es primavera, sólo encuentras sedimentos empozados en el bosque
de tus sueños. La noche se cierra y el pájaro se queda dentro.
Entre tus manos. Atrapado en la grieta.
Amanece.
Los rayos del sol brillan gentiles sobre el mar como hebras doradas y
rojizas. Pronto mudan su color y el manto se convierte en miles de
fragmentos vidriosos, desgajados en pródigos tonos azules. A lo
lejos, la superficie hace ondas que destellan bisoñas y flamantes.
El aire se desdibuja y al cielo le queda un instante para desbordarse
en estratos de la ceguera. Se levanta el viento arrastrando a su paso
árboles, hojas y hierba como un aprendiz de bailarín apresurándose
sobre su atropellada pareja. Ahora, el cielo es un cúmulo de pálidas
membranas y está esta inusual calma cerúlea que se retuerce
advenediza entre la tierra. Sobre el hueco, caen los rayos más
intensos. La luz se vuelve verdosa y apenas puede distinguirse desde
la otra punta de la playa. Cabizbajo te deslizas como un pésimo
equilibrista hacia el extremo opuesto siguiendo el rastro de un
pájaro que ya no tiene voz. Comienzas a rasgar con aspereza hasta
dar con sus restos. Arrancas sus alas. Sientes la náusea y por eso
no adviertes lo que sucede alrededor. Dónde habrá ido a parar el
sonido sincrónico del mar. Ahora todo es silencio.
Maravilloso.
ResponderEliminarEs de lo mejorcito que has escrito.
Me fascina la simbología.
La intemperie es un estado de calma, y sin embargo se encuentra con la violencia, las alas arrancadas, palabras como balas...
ResponderEliminarEs un texto impresionante.