Al levantarme esa mañana, todo era silencio. En la ventana, aún los restos de la noche. Tanta noche. Tanta ruina. A lo lejos, el viento intenso revolviendo las hojas de los árboles. En la ducha, la sangre menstrual se derramaba imprudente y mi cuerpo se sacudía violento, como un invierno corpulento. Torpe. Frágil. Hubiera deseado regresar a la cama. Afuera el viento se sacudía cruel. Salí de casa sin ganas. El blanco cristalizado, el frío en la cara y la escarcha en los cristales de los coches. Caminé largo rato. Entonces llegó el dolor. Y su mecanismo. Siempre el mismo modus operandi. Las costillas se abren y lo atrapan. Me sentí febril. Miré al cielo. Avanzaba una tormenta e hice acopio del mar, del cielo plomizo, del aire flemático. Aceleré el paso mientras desgranaba el análisis infinito de ese bramido explosivo y profundo que me acompaña a todas partes. Y ni por un instante, lo pequeño fue oxígeno.
Durante el día mantuve el gesto inquieto del que llega por primera vez. Fue un día líquido. De hemorragia. Carne. Piel. Saliva. Estuviste en mi. Te quedaste a vivir aquí dentro. La casa huele a rosas marchitas. Nada tiene sentido. Impronunciables cosas minúsculas palpitan por debajo de la línea del lenguaje. La vida se diluye. Gota a gota. Enjambre irremediable. Pienso en ellas. Las enumero. Para no olvidarte. Te pronuncio. Para no olvidarte. Y así llego a la noche. Con el corazón de segunda mano, la boca usada y los ojos llenos de rabia. Desdibujada. Envuelta. Tanta capa y ninguna es verdadera. No me reconozco. Estoy perdida. Estamos perdidos. Aún así, te deseo un buen viaje. Vuela. Vuela tranquila. Con la certeza de que este amor es infinito y eterno.